domingo, 9 de noviembre de 2008

Salir del mundo de las mitologías personales


Por: Antonio Muñoz Molina

Mi amigo hispano-porteño (hijo de emigrantes españoles a Buenos Aires; emigrante él a España en 2001) se sorprende de la falta de verdadera preocupación que advierte en Madrid ante la crisis: "Ustedes no saben que de la noche a la mañana uno puede descubrir que han desaparecido sus ahorros". No sabemos nada. En medio de signos a veces inquietantes y a veces aterradores, nos falta capacidad para imaginar el desastre, y seguimos, con una placidez suicida, confiando en los juicios de los expertos, que son precisamente los que nos han traído a esta situación. ¿Cómo va uno a aceptar la idea de que el piloto del avión está borracho o es un impostor o un lunático? ¿Es que puede uno bajarse en pleno vuelo? ¿Sabe uno algo de pilotar aviones para tomar los mandos en último extremo? En pleno vuelo, dando tumbos entre las nubes, nos enteramos de que todas las seguridades que nos dieron hasta ahora eran falsas, que los responsables económicos del mundo actuaban movidos por el capricho, la codicia, la atolondrada ignorancia, que la estafa bancaria era tan intricada y tan extendida universalmente que ya nadie entendía nada. Escribo en pasado, por la tendencia innata a creer que las cosas van mejorando: pero nadie entendía y probablemente nadie entiende nada, y lo que vaya a suceder mañana nadie lo puede predecir.

Me acuerdo cada día de Marx: "Todo lo que era sólido se desvanece en el aire". Trillones de dólares se desvanecen como los ahorros escasos de mi amigo porteño, pero los que pagan son siempre los mismos: los que se benefician de la sanidad pública y de la escuela pública, los pensionistas, los pobres para los que desaparecen los programas internacionales de ayuda. Todo era mentira. Después de oírlo tanto a los expertos, habíamos terminado aceptando que la intervención del Estado en la economía era siempre dañina, que la libertad de mercados y la falta de regulaciones nos beneficiaban a todos, que el exceso de gasto social podía perjudicar precisamente para aquellos a los que iba dirigido. Qué embuste: ahora los mismos que censuraban el gasto de dinero público en la salud o la educación o el bienestar de los pobres nos dicen que la única manera de salvarnos del desastre es emplear cantidades demenciales de dinero en subsidios para los más ricos, y lo que se escatimó en escuelas y hospitales y bibliotecas públicas se invierte ilimitadamente en bancos.

Todo era mentira. Todo era mentira y los escritores, como los partidos de izquierdas, andábamos tan distraídos como todo el mundo, tan ensimismados en nuestra literatura y en las irrisorias mitologías de nosotros mismos, que hemos pasado largos años sin mirar la realidad, sin poner en duda ni someter a examen un orden que se nos presentaba como el único posible. Enredados en la superstición de identidades narcisistas, cada uno buscando la suya, la de su grupito, hemos olvidado las ambiciones de universalidad que en otros tiempos alimentaron la literatura y los sueños de la emancipación humana. Mientras tanto, los traficantes internacionales y las castas políticas se hacían los dueños de todo y convertían de paso al planeta en un gran vertedero. Una verdad es ésta: en Estados Unidos, en 1976, el sueldo de un alto ejecutivo de una compañía era treinta veces el del empleado medio; en 2008 ha saltado a doscientas setenta veces. Otra verdad: especuladores inmobiliarios y políticos de todos los partidos se han conjurado en España en los últimos veinte años para enriquecerse los unos a los otros gracias a la construcción de cantidades insensatas de viviendas que han arrasado la trama de nuestras ciudades, nuestros campos y nuestros paisajes litorales. El país está lleno de carísimas viviendas vacías y un trabajador no puede encontrar una casa decente. Más verdades: el presidente socialista de la región de Galicia, que no está entre las más ricas de Europa, se gasta dos millones de euros en acondicionar su vivienda oficial; la reforma continuada del palacio del ayuntamiento de Madrid va a costar el año que viene diecinueve millones de euros.

Esta es la realidad. El mundo está gobernado por canallas, parásitos, irresponsables y ladrones. La crisis ha sido la sacudida de ese frenazo que te tira hacia delante y te hace abrir los ojos: si al menos sirviera para parar algo, para corregir algo. A los que escribimos debería forzarnos a la antigua tarea escandalosa de decir la verdad, unas veces con la inmediatez y la rabia del panfleto, otras con la hondura de la novela que hace visibles los mecanismos del mundo, o con el impulso visionario y profético de la poesía. Y todo lo demás, por ahora al menos, es literatura.

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