La buhardilla. Un refugio en el que hay viejas cajas con fotos, poemas, cartas. Un sitio en el que no hay televisor, ni radio ni tumulto. A lo sumo hay alguna música apropiada entre los necesarios silencios.
domingo, 7 de diciembre de 2008
MIRANDO EN EL LAGO
Miro y miro mi sombra en el lago, no veo un rostro blanco, sólo cabello blanco. He perdido mi juventud, y nunca la encontraré otra vez, ¡inútil agitar las aguas del lago!
(...) Quién no recuerda algo como una vieja lapicera o el tazón de chocolate de la infancia o algún reloj. Quién no recuerda después, tanto después, cuando cada objeto ya no es el pasaje sino el recuerdo. Entonces digo que los resplandores son cosa del pasado, de la mirada tangencial y retrospectiva, de esa mirada llena de tiempo para detenerse. En el presente hay circunstancia, tacto rápido, tiempo desesperado y urgente. En el presente no hay tiempo para los brillos ni para la mirada que prolongue la luz en el espacio. Los resplandores buscan su espacio en los viejos libros, en las fotos pasadas, en las cajas en las que guardamos los antiguos pasaportes cotidianos como reliquias de algún momento.(...)
Tú me envías tus poemas, Yo te enviaré los míos. Las cosas tienden a despertarse Aún a través de casual comunicación. Súbitamente proclamemos la primavera. Y burlémonos de los otros, de todos los otros. Te enviaré una foto también si me envías una tuya.
A la vera del océano, bastante al sur del Trópico de Capricornio, nací una medianoche de invierno. Allí, atrevidos púrpuras del crepúsculo señalan inconmensurables llanos de pastos y montes de fantasmas con espinas.
Descendiente directo de la sal y el eucalipto, he dormitado en la arena tibia de dunas increíbles, cobijado por la brisa marina de ancestros difusos y lejanos.
Por el viento, o por distracción, no icé banderas. Tampoco levanté estatuas a la posteridad.
La ciencia, la historia y los mapas, no han hecho mella en este cuerpo asoleado; y este corazón, felizmente abandonado a su suerte, se ha contentado con rendir culto a cierta poesía salvaje.
He creído elucubrar ecuaciones mágicas para resolver la incógnita del amanecer. Luego, en un autoirreverente satori, esas poco creíbles escrituras alimentaron la salamandra en las noches del alma.
"No señales el arcoiris", me dijeron. Salí al patio y lo señalé. Enseguida se cumplió -o así lo imaginé- el funesto vaticinio: me brotó una mancha negra en la punta del dedo. Corrí y se lo conté a todos. Y todos dijeron, a coro: "¿viste?". No me importó, seguí señalando cada arcoris hasta hoy. Nunca más volvió a salirme una mancha en el dedo.
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