miércoles, 11 de febrero de 2009

TEMOR Y TEMBLOR (Reflexiones desde el mar)



Luis Herrero

A la nochecita, después de un tedioso día de playa, y con las exigencias propias de las almas en fuga, las familias, recién bañaditas y perfumadas, salen a pasear sus bronceados rostros por las vidriadas luces del centro comercial.

Los stands de las principales marcas de moda los atraen como las farolas iluminadas de las plazas públicas a los molestos cascarudos: “Tommy Hilfiger Shakespeare” “Soho Hölderlin” “Caro Cuore Rimbaud” “John Foos Baudelaire” “Chocolate Víctor Hugo”. Locales todos, en hileras perfectas, prolijamente iluminados y diabólicamente sensuales.

Los elegantes paseantes en sus ansiosos congestionamientos se atropellan, se pisan, se disculpan, se observan, se besan, se desprecian, se miran, se rozan, se arquean, se imaginan, se acuestan, se babean; se tiñen de verde como esos viejos panzones con sus bermudas de plata.

En cada vidriera detienen sus cansados pasos. En cada puerta curiosean.

Es un ejercicio de enseñanza aprendizaje donde los padres ¡grandes formadores de valores! acostumbran a sus retoños, ya desde pequeñitos, a percibir las fragancias de los buenos perfumes, opinar sobre tal o cual cartera, pulsera, pantalón, o zapatilla.

Códigos que deberán respetar y aprender a leer con la facilidad de un nuevo texto, para identificar e identificarse; para adquirir ese sentido de pertenencia a un universo identitario que los marcará para el resto de sus días.

Y ahí van, con pasos distraídos, cargando sus bolsas crujientes de papel madera, llenas de ilusiones nuevas que se renuevan y que, seguramente, lucirán orgullosos las noches siguientes.

Y ahí van, a sentarse al aire libre, a tomarse un respiro en medio del tumulto que avanza como un río desbordado.

Qué gusto da verlos con tanto vital entusiasmo, intercambiando y entrecruzando bolsas, halagos y productos, hasta que el cansancio los doblega y los agota por completo, sobreviniendo el bostezo y el vacío impertinente que despierta a los fantasmas del hastío que durante el día permanecieron adormecidos.

Y ahí se los ve en su real condición, abrazados a sus bolsas de papel en agotado silencio, bajo el amparo de estos seres diabólicos que danzan y ríen con cínico desprecio a imagen y semejanza de la muerte.

Y es allí cuando siento el primer cimbronazo. Cuando veo que las cosas se agitan y balancean. Cuando el piso se abre como las fauces del bíblico Leviatán, las paredes se deforman, se resquebrajan, y todo se desmorona.

La imagen que observo es patética. La nada reina en derredor. Sólo los fantasmas bailan sus danzas macabras.

Me levanto. Pago mi café como de costumbre y, en perfecto silencio, sigo mi pasos entre los escombros humeantes de cadáveres yacentes y cuerpos agonizantes de niños inocentes que me miran abrazados a sus bolsas de papel.
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